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Un cuento del fútbol sin público

Llegó el día que muchos esperaban. Después de la muerte de un niño de 14 años en Bolivia por culpa de una bengala que lanzó un aficionado del Corinthians, la Conmebol decidió condenar al equipo brasilero a jugar para siempre sin público. La muerte de un hincha por fin se castigó de manera ejemplar, fue la lección que el mundo necesitaba. Pasó que Corinthians visitó al San José de Oruro por un juego de la Copa Libertadores y cuando Paolo Guerrero hizo el primer gol, la parcial del “Timao” enloqueció. Uno de sus fanáticos encendió una bengala y la lanzó a la hinchada local. El tubo plástico cayó en el ojo del joven Kevin Beltrán y se le incrustó en el cráneo, le destruyó el cerebro. La muerte fue inmediata. El partido no se paró, terminó 1-1 y por eso el mundo futbolístico se indignó. No podía valer más un partido de fútbol que una vida, reclamaban en distintos países. Ante la presión, la Conmebol actuó. Solo por eso. Sin embargo, lo que primero se vio como un castigo luego se convirtió en el suceso más afortunado para Corinthians, para entonces el campeón del mundo.  Desde aquella severa determinación, los directivos notaron que los jugadores y el cuerpo técnico se empezaron a relajar (también los árbitros) y eso en la cancha se tradujo en goles y mejor aplicación de la justicia. El primer triunfo de tantos otros que vendrían fue un baile ante Millonarios, también por la Libertadores, que solo por suerte de los colombianos quedó 2-0. Cortinthians, un equipo que siempre contó con adinerados en sus escritorios, empezó a ganar y a gustar más de la cuenta. La racha siguió y ganó el torneo local, el continental y repitió como campeón del mundo. Marcó una era. Mágicamente, se olvidó por completo de las faltas y el juego sucio. Su accionar, como su camiseta, se hizo blanco, transparente. Verlo era un placer. Puras riquezas técnicas, trabajo en equipo. Golazos. Esto atrajo naturalmente al mercado, a muchas empresas que ofrecían millonadas por poner su nombre en la camiseta de los jugadores. Corinthians accedió y le quitó el espacio a Caixa, un famoso banco de Brasil, y metió pequeños logos, cada uno por valor de un millón de dólares mensuales, al frente de su camiseta y alrededor de los números de la espalda. La vacuna contagió a todos y los hinchas, increíblemente, se quedaron tranquilos. Veían ganar al “Timao” y gozaban, incluso a pesar de extrañar la fiesta en las tribunas. Pero es que con el dinero que se ahorraban de las boletas invertían en bebidas y comidas que devoraban en varios puntos de la ciudad, en sitios estratégicos como parques para disfrutar de los partidos sin riñas, sin mortales bengalas. Las barras se organizaron y pagaron pantallas gigantes. Desde allí vitoreaban a sus ídolos… a Pato, a Paulinho, al mismo Guerrero… La barra “Gavioes da Fiel" se volvió una comunión. Se contaron, hay que decirlo, algunas escaramuzas, pero nunca, de verdad que nunca, pasaron a mayores. Milagros Sin el público y sin el ruido de la gente en el estadio Pacaembú, los periodistas de la ciudad dejaron de contagiarse de la caterva y fueron más sensatos en sus comentarios. Se olvidaron de hablar para la conveniencia que les rodeaba. Y el ejemplo interesó a propios y extraños. Antropólogos, sociólogos y decenas de hombres del fútbol, entre técnicos, directivos, mánagers, exárbitros y árbitros, siguieron extrañados el caso desde la mismísima tierra de los pentacampeones del mundo. Concluyeron que no había ninguna clase de antecedente de tal comportamiento humano en masa. Se trataba de un mutualismo espontáneo. La bola de nieve creció así: equipos de similar poder vieron lo que estaba pasando e imitaron a voluntad la condena de jugar sin público. Tampoco querían peleas en las tribunas, corrupción por venta de boletas, multas económicas por racismo, barras bravas que les hicieran perder puntos, ni nada de eso. Apostaron a jugar solo bien, a gustarse a sí mismos primero, y a conseguir recursos a punta de publicidad, televisión y premios en los torneos. Después de unos años nada más asombró porque la idea se volvió natural. River y Boca también empezaron a jugar sus clásicos sin gente en las tribunas, sin color, sí, pero con una dinámica impensada. Igual en Manchester, igual en Milán, igual en Barcelona y en Madrid. Igual en todas las capitales del fútbol. Los ídolos que hacían golazos celebraban sus conquistas ante las cámaras pero ya no quitándose la camiseta ante la multitud. Desde el otro lado del televisor, se alcanzaba a escuchar lo que gritaban los jugadores en la cancha. Era una nueva y bienvenida forma de ver el fútbol. Fue entonces cuando se abrió una brecha que nunca más se pudo cerrar. Los equipos de menor renombre se quedaron atónitos ante tal estrategia del Corinthians y los más poderosos clubes del mundo y jamás pudieron igualarla. No tuvieron más remedio que seguir buscando recursos llamando a sus hinchas al estadio. En ese pozo se quedaron países como Colombia, varios equipos de Suramérica, casi todos los de Centroamérica y todos los de África. Desde luego, en algunos de esos equipos se contaba una afición multitudinaria, pero de a poco la sociedad se hizo más amiga de ver el gol en TV y en los aparatos móviles que en las tribunas incómodas y atestadas de gente. Sólo así Kevin Beltrán, el joven que había muerto en Bolivia quince años atrás, descansó en paz. Aseguran brujas paulistas que fue al cielo pensando que su muerte había servido para algo, para el bien del fútbol que tanto amaba. Dicen en cambio en Brasil que su homicida, identificado con las iniciales H.A.M., jamás pudo sobreponerse a pesar de que nunca pagó cárcel porque un juez declaró que había lanzado la bengala sin dolo y porque apenas tenía 17 años. “Me siento la peor persona del mundo. Mi vida acabó, maté a un niño”, alcanzó a confesar. Pero ya nada de eso importa. El fútbol desde ese día trágico de febrero volvió a su origen, la diversión. Y los hinchas pudieron gozar sin ir al estadio. Seguir a @javieraborda Tweets by @javieraborda //

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