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Odiar en el fútbol

  Ni estoy en terapia con el psicólogo, ni asisto a una iglesia cristiana, ni vivo pregonando la paz para el mundo, ni me convertí en un ser de luz. Hace tiempo me cansé de llenarme de energía negativa de otros por cuenta de la afición al fútbol, sufrir por los éxitos de los rivales deportivos y sentarme a esperar lleno de ansiedad el fracaso de otros. Un partido en 1989 por una Copa Libertadores desató una espiral irremediable de odio deportivo y regional que me alcanzó a copar las prioridades en el cruce de pensamientos cotidianos.  Ni qué decir la manera como se ibaa llenando la cabeza de sentimientos negativos en los días previos a los partidos.  Cobrar una supuesta deuda pendiente no puede convertirse en el quehacer como hincha del fútbol. Es inherente a la naturaleza del hincha de fútbol el deseo por la desventura del clásico rival, le ocurre a todos los que aman unos colores.  Queremos que lo nuestro sea lo que obtenga el triunfo, a veces a como dé lugar.  Pero detrás de eso viene un elemento más fuerte que supera todo aquello que en la casa le enseñaron a uno en la casa sobre el respeto y es todo lo que implica manifestar un intestino rechazo a cualquier cosa o situación que represente al rival deportivo. “<cualquier origen de nacimiento> granhijueputa”, es el saludo más frecuente en una tribuna de fútbol, por no decir las alusiones a la raza o religión.  Cámbienlo por mencionarle a un jugador o a un hincha del equipo rival el deseo frenético sexual contra la mamá, hermana, hija. En todos los estadios del mundo se putea, claro.  Es nuestro circo romano de estos tiempos en donde al cristiano sobre la arena le cabe cualquier insulto.  Y todo empeoró cuando los asistentes al circo se dividieron en dos facciones. Hay una gran subjetividad en la interpretación de una jugada de partido por parte de un hincha.  De cualquier equipo, de cualquier liga, de cualquier país.  Cualquier parámetro de educación y tolerancia que enseñan en la casa desaparece de inmediato para dar paso a una seguidilla de agravios contra el árbitro, contra el equipo rival, contra el hincha del equipo rival.  Todo con una enorme dosis de odio que de tenerse de frente al señalado en un sitio público, solo y sin estadio de por medio, no se le diría lo mismo o por lo menos no con esas formas.  El 'efecto grupo' se toma un estadio y es el burladero desde el cual se manifiesta al equipo rival-hincha-árbitro e incluso al jugador o DT propio que se equivoca lo que de frente no somos capaces. Somos pésimos autocríticos y horribles a la hora de saber burlarnos de nosotros mismos.  Burlarse en Colombia es bacano siempre y cuando sea para hacerlo con el otro, no con uno porque quién dijo miedo, ‘qué le pasa malparido’.   Nos burlamos de la desgracia del hincha del equipo rival pero cuidadito con tocarme a mi amado <remoquete del equipo del alma> porque ‘véngase a ver triplehijueputa y nos matamos a lo que marque’.  Prima 'enrostrar' al otro su fracaso con tono pendenciero y de ver sangre, a veces literalmente. Una cosa es cargar al rival con burlas y que éste las entienda en el juego tácito de los hinchas, es normal y divertido.  Pero en el hincha promedio falta picardía, lectura, mente rápida y amplia para responder con genialidad como catarsis para procesar esas cosas del folclor del fútbol. Hay unos códigos que nadie que se llamara hincha de fútbol debería violar, por ejemplo, estadio para la hinchada local.  Razonable o no, los que vamos a fútbol con regularidad sabemos que existe, la aceptamos y por ello no osamos a entrar a un estadio rival si no hay tribuna para el visitante.  Uno no va y ya.  Pero hay tercos que ‘bien camuflados’ persisten en su propósito y los resultan sacando a puños y patadas, casi siempre con la mirada pasiva de la autoridad.    Es decir, todo mal: vías de hecho. No estoy de acuerdo en provocar a una hinchada rival entrando camuflado a un estadio visitante habiendo advertido que solo hinchada local.  Pero menos lo estoy con quienes acuden a las vías de hecho generalmente con violencia para sacar a alguien de una tribuna de un estadio.  Y no lo estoy porque creo que esa no es la forma de solucionar las cosas.  Uno no puede señalar a un político feroz en sus formas cuando avala o alienta esas acciones. Tampoco es alentar la falta de respeto con los colores del equipo propio, ni de ausencia de solidaridad con los pares futbolísticos.  Menos de esperar que un estadio sea un campamento de verano en donde los hinchas no celebren los goles de sus equipos ni nadie se pare a reprochar la actitud floja de un jugador.  Son cosas diferentes. Renuncié a ver un partido de fútbol con sentimientos de odio en el estadio donde juega mi equipo, en un estadio visitante, en un bar, en la sala de mi casa o en la casa de un hincha de otro equipo que no sea el mío.  El fútbol trae una cantidad de odio consigo que uno como hincha NO debería heredar, menos si hay hijos de por medio que comparten con uno la misma pasión.  Porque, ¿está bien transmitirle a un hijo el mensaje de odio directo o cifrado hacia otro equipo?  ¿hacia una persona que nació en otra ciudad? Por cuenta del odio en el fútbol se ha muerto mucha gente, especialmente jóvenes que entendieron que la vida arrancaba y terminaba más que con al amor al equipo propio, con el odio al equipo rival.  Por cuenta del odio en el fútbol, la nacionalidad resulta un grave pecado: un boliviano resulta ‘menos cosa’ para un argentino, por ejemplo y resuelve rebajarlo al mote de ‘bolita’. Si odiar en el fútbol fuera una opción o un deber, yo como hincha de Millonarios no debería reconocer a Alejandro Brand como ídolo institucional por el mero hecho de haber nacido en Medellín.  Lo debería andar puteando y maldiciendo porque ‘su origen riñe con el mío’. ‘Odiadores’ premium en la historia de la humanidad son los que sobran: odió Hitler, odió la supremacía blanca en Suráfrica, odió Augusto Pinochet y botó a un poco de gente viva al mar amarrada de pies y manos, odió Stalin mandando un jurgo de opositores a Siberia a chupar frío de -40°C, odia Donald Trump a los latinos, odia Álvaro Uribe al que José Obdulio le dice, odió el hooligan alemán que agredió como un desquiciado y le causó daños cerebrales irreversibles a un policía francés en el mundial de fútbol de 1998.   Odian los paisas a los rolos. Odia la Guardia Albirroja a Los Comandos Azules.  Odian El Barón Rojo a La Avalancha Verde.  Y en sentido contrario como diría la reina de belleza. Odian las catervas de hinchas organizados que no dejan entrar público visitante. Odian los que los sacan a los hinchas rivales a las patadas.  Odia el hincha que escupe al jugador del equipo rival. Yo me salgo de esa colada de odio en el fútbol. Me aburrió el odio.  Que cada quien celebre lo que su equipo gane y se retire a curarse las heridas del alma futbolera con su parche de hinchas sabiendo comer tristeza y sin agredir a otro porque la rabonada no lo deja. Nunca celebraré el éxito deportivo de otro equipo diferente al mío (salvo la Selección Colombia) porque sencillamente no me nace hacerlo, es algo hipócrita, cada equipo (salvo la selección del país) representa a sus hinchas y a nadie más.   Pero de ninguna manera me trenzaré en una ola de resentimiento y odio porque a otro le vaya bien y a mí no.   Los triunfos de mi equipo los celebro como me dicte la emoción sin necesidad de ir a buscarle la cara de desgracia al otro. Son más complejos los problemas serios de la vida como para que por cuenta del odio por otro el fútbol, tan bacano que es, resulte manchado. Habrá quienes me dirán 'tibio', qué le hacemos.  

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